Bribones y pendejos perfectos
El
Checoslovaco Victor Lustig (1890-1947) es el prototipo universal de un perfecto
estafador de estirpe que sin disparar una bala se hacía de botines millonarios.
Además de otras célebres fechorías, Lustig vendió la famosa Torre de Eiffel
(París) como chatarra, hasta en dos ocasiones. Lustig no era un delincuente
cualquiera, era híper inteligente, hábil y culto (dominaba a la perfección 5
idiomas), tenía una pinta de alta alcurnia y acostumbraba usar ternos finísimos
de la época. (Lustig en la foto,
el del sombrero negro). Fuente de
la foto: Internet.
La idea
para vender la Torre de Eiffel era simple: Lustig corrió la noticia de que el
poderos gobierno francés decía que el símbolo de Francia, la Torre de Eiffel,
necesitaba un Plan integral de mantenimiento, pero al resultar
extraordinariamente caro ejecutarlo, había decidido vender como chatarra para construir
en su lugar un modernísimo centro turístico. Disfrazándose de ministro,
falsificando documentos oficiales del Estado francés y con un séquito de “altos
funcionarios” del gobierno, simuló una “Licitación Pública” entre grandes
empresarios metalúrgicos de Francia y los convenció que debían conservar la más
absoluta confidencialidad porque si la ciudadanía francesa se enteraba que el
gobierno estaba por vender como chatarra la Torre símbolo de Francia, habría la
natural oposición y la transacción se frustraría. La “licitación” era, pues,
secreto de Estado.
En el
“proceso de licitación” hizo ganar al acaudalado Sr. André Poisson -así se
llamaba el incauto empresario caído en las redes del estafador- pues, según el
perfil psicológico trazado por Lustig, era el más inocente. Luego de varias
sigilosas y muy herméticas reuniones de “alta dirección” gubernamental, al fin,
la Torre de Eiffel estaba vendida y su millonario precio abonado en efectivo.
El pícaro Lustig decidió ir más allá: decidió hacer la visita de cierre de
venta oficial pero esta vez para -además- pedir soborno al “afortunado ganador”
de la licitación quien estaba absolutamente convencido que había hecho el mejor
negocio de su vida. Lustig le dijo: –Ud. sabe que es necesario asegurar que la
licitación otorgada sea suya y nada más y …; le dijo. Apenas Poisson escuchó
esto, intuyó que lo que le estaba pidiendo era la operación “romper la mano” y
así lo hizo: alcanzó un buen fajo de billetes con la cantidad pedida. Así,
Lustig y sus secuaces, con un millonario botín al que se sumaba el caudal del
soborno, se hicieron humo, desaparecieron como por ensalmo. Usted, que lee esta
viñeta, y poniéndose en el lugar de Poisson, ¿denunciaría a la policía? Yo no
denunciaría por vergüenza por haber sido excesivamente cándido en caer en tan
ridícula estafa. Hasta mi mujer me dirá: ¡qué cojudazo eres!, pero queda en
casa; peor sería que todo el mundo, enterado, digan: ahí va el cojudazo. Esta
conjetura primó en Poisson y no denunció. Así, Lustig y Poisson, se encontraban
con frecuencia por las calles de París como si nada hubiera pasado. Y la
centenaria Torre de Eiffel, luciendo radiante e imponente como siempre en la
eterna y legendaria Ciudad Luz.
Esta
historia de Lustig me hace recordar a Carlos Manrique. En el Perú también
tenemos émulos (deformes) de Lustig. Como todos sabemos Manrique purgó cárcel
por estafar a una enorme cantidad de gente que hasta ahora están esperando
cuándo le pagan los réditos y cuándo le devuelven su dinero. Otro típico caso
de un asaltante que sin arma y sin disparar una bala, se apropia de caudales
ajenos. De noche a la mañana Carlos Manrique de pobre se convirtió en
acaudalado banquero, codeándose con los millonarios y hasta casándose con una
agraciada jovencita que bien podría ser su nieta. Saliendo de su larga
reclusión, Manrique nuevamente en sus andanzas y, otra vez, en prisión. Sale, y
otra vez. Tan hábil debe ser este señor para timar que siguen cayendo incautos,
a pesar que es de dominio público que se trata de un vil farsante.
Estas
historias también me traen a memoria lo que cuenta el gran señor don Ricardo
Palma en su famosa obra universal Tradiciones Peruanas. En una de sus
tradiciones, El obispo Chicheñó, cuenta la historia de un habilidoso estafador
que sin disparar una bala se hizo de una fortuna en cuestión de minutos. Don
Ricardo cuenta así:
“Lima, como
todos los pueblos de la tierra, ha tenido (y tiene) un gran surtido de tipos
extravagantes, locos mansos y cándidos.. Por los años de 1780 comía pan en esta
ciudad de los reyes un bendito de Dios, a quien pusieron en la pila bautismal
el nombre de Ramón. Era éste un pobrete de solemnidad, mantenido por la caridad
pública, y el hazmerreir de muchachos y gente ociosa. Hombre de pocas palabras,
pues para complemento de desdicha era tartamudo, a todo contestaba con un sí,
señor, que al pasar por su desdentada boca se convertía en chí cheñó. En el año
que hemos apuntado llegaron a Lima, con procedencia directa de Barcelona, dos
acaudalados comerciantes catalanes, trayendo un valioso cargamento. Consistía
éste en sederías de Manila, paño de San Fernando, alhajas, casullas de lama y
brocado, mantos para imágenes y lujosos paramentos de iglesia.
Arrendaron
un vasto almacén en la calle de Bodegones, adornando una de las vidrieras con pectorales
y cruces de brillantes, cálices de oro con incrustaciones de piedras preciosas,
anillos, arracadas y otras prendas de rubí, ópalos, zafiros, perlas y
esmeraldas. Aquella vidriera fue pecadero de las limeñas y tenaz conflicto para
el bolsillo de padres, maridos y galanes. Ocho días llevaba de abierto el
elegante almacén, cuando tres andaluces que vivían en Lima más pelados que
ratas de colegio, idearon la manera de apropiarse parte de las alhajas, y para
ello ocurrieron al originalísimo expediente que voy a referir. Después de
proveerse de un traje completo de obispo, vistieron con él a Ramoncito, y dos
de ellos se plantaron sotana, solideo y sombrero de clérigo. Los catalanes de
Bodegones se hacían llevar con un criado el desayuno a la trastienda del
almacén, e iban ya a sentarse a la mesa cuando un lujoso carruaje se detuvo a
la puerta. Un paje de aristocrática librea que iba a la zaga del coche abrió la
portezuela y bajó el estribo,
descendiendo dos clérigos y tras ellos un obispo.
Penetraron
los tres en el almacén. Los comerciantes se deshicieron en cortesías, basaron
el anillo pastoral y pusieron junto al mostrador silla para su ilustrísima. Uno
de los familiares tomó la palabra y dijo: -Su señoría el señor obispo de
Huamanga, de quien soy humilde capellán y secretario, necesita algunas
alhajitas para decencia de su persona y de su santa iglesia catedral, y
sabiendo que todo lo que ustedes han traído de España es de última moda, ha
querido darles la preferencia. Los comerciantes hicieron, como es de práctica,
la apología de sus artículos, garantizando bajo palabra de honor que ellos no
daban gato por liebre, y añadiendo que el señor obispo no tendría que
arrepentirse por la distinción con que los honraba. -En primer lugar -continuó
el secretario- necesitamos un cáliz de todo lujo para las fiestas solemnes. Su
señoría no se para en precios, que no es ningún roñoso. -¿No es así,
ilustrísimo señor? - Chí, cheñó- contestó el obispo. Los catalanes sacaron a
lucir cálices de primoroso trabajo artístico.
Tras los
cálices vinieron cruces y pectorales de brillantes, cadena de oro, anillos,
alhajas para la Virgen de no sé qué advocación y regalos para las monjitas de
Huamanga. La factura subió a quince mil duros mal contados. Cada prenda que
escogían los familiares la enseñaban a su superior, preguntándole: -¿Le gusta a
su señoría ilustrísima? -Chí, cheñó- contestaba el obispo. -Pues al coche. Y el
pajecito cargaba con la alhaja, a la vez que uno de los catalanes apuntaba el
precio en un papel. Llegado el momento del pago, dijo el secretario: -Iremos
por las talegas al palacio arzobispal, que es donde está alojado su señoría, y
él nos esperará aquí. Cuestión de quince minutos. ¿No le parece a su señoría
ilustrísima? -Chí, cheñó- respondió el obispo. Quedando en rehenes tan
caracterizado personaje, los comerciantes no tuvieron ni asomo de desconfianza,
amén que aquellos no eran estos tiempos de bancos y papel-manteca en que quince
mil duros no hacen peso en el bolsillo. Marchados los familiares, pensaron los
comerciantes en el desayuno, y acaso por llenar fórmula de etiqueta dijo uno de
ellos: -¿Nos hará su señoría ilustrísima el honor de acompañarnos a almorzar?
-Chí, cheñó.
Los catalanes enviaron a las volandas al fámulo por algunos platos extraordinarios, y sacaron sus dos mejores botellas de vino para agasajar al príncipe de la Iglesia, que no sólo les dejaba fuerte ganancia en la compra de alhajas, sino que les aseguraba algunos centenares de indulgencias valederas en el otro mundo. Sentáronse a almorzar, y no los dejó de parecer chocante que el obispo no echase su bendición al pan, ni rezase siquiera en latín, ni por más que ellos se esforzaron en hacerlo conversar, pudieron arrancarle otras palabras que chí, cheñó.
Los catalanes enviaron a las volandas al fámulo por algunos platos extraordinarios, y sacaron sus dos mejores botellas de vino para agasajar al príncipe de la Iglesia, que no sólo les dejaba fuerte ganancia en la compra de alhajas, sino que les aseguraba algunos centenares de indulgencias valederas en el otro mundo. Sentáronse a almorzar, y no los dejó de parecer chocante que el obispo no echase su bendición al pan, ni rezase siquiera en latín, ni por más que ellos se esforzaron en hacerlo conversar, pudieron arrancarle otras palabras que chí, cheñó.
El obispo
tragó como un Heliogábalo. Y entretanto pasaron dos horas, y los familiares con
las quince talegas no daban acuerdo de sus personas. -Para una cuadra que
distamos de aquí al palacio arzobispal, es ya mucha la tardanza -dijo, al fin,
amoscado uno de los comerciantes. -¡Ni que hubieran ido a Roma por bulas! ¿Le
parece a su señoría que vaya a buscar a sus familiares? -Chí, cheñó. Y
calándose el sombrero, salió el catalán desempedrando la calle. En el palacio
arzobispal supo que allí no había huésped mitrado, y que el obispo de Huamanga
estaba muy tranquilo en su diócesis cuidando de su rebaño. El hombre echó a
correr vociferando como un loco, alborotóse la calle de Bodegones, el almacén
se llenó de curiosos para quienes Ramoncito era antiguo conocido, descubrióse
el pastel, y por vía de anticipo mientras llegaban los alguaciles, la
emprendieron los catalanes a mojicones con el obispo de pega. De no es añadir
que Chicheñó fue a chirona; pero reconocido por tonto de capirote, la justicia
lo puso pronto en la calle. En cuanto a los ladrones, hasta hoy (y ya hace un
siglo), que yo sepa, no se ha tenido de ellos noticia. Obtenido de «http://es.wikisource.org/wiki/».
Por: Nemesio Espinoza Herrera
(Última
foto: observadorcritico.blogspot.com)Por: Nemesio Espinoza Herrera
No hay comentarios:
Publicar un comentario