30 diciembre, 2013

RÉQUIEM PARA LAIKA

RÉQUIEM PARA LAIKA
Recuerdo que en algunas conversaciones sobre mascotas, cuando mi interlocutor me preguntaba: -¿Nemesio, en tu casa tienes algún animalito?, yo le respondía: –Bueno sí, aparte de mis tres hijitas, tengo una perrita. Les causaba gracia. ¿Perrita?, perrota. Laika era relativamente grande. Traviesa, juguetona, cariñosa, callejera, corredora, solterona, sin prole, fiel; pero eso sí, absolutamente mansa y tolerante que era capaz de mostrar cariños al ladrón que viene a casa. Durante 18 años compartió nuestras vidas. Fue envejeciéndose, adquiriendo un caminar pausado y con achaques propias de su edad y desahuciada ya por los médicos, se marchó para siempre, causándonos tristezas y lágrimas.
Era una empedernida callejera. Le encantaba andar en la calle con nosotros. Un día, como solía hacer con frecuencia, fui con ella a recoger a mis tres hijas al colegio. Para no caminar la poca distancia, decidimos abordar un micro al que también subió Laika. Cuando estuvimos próximos a bajar, se abrió la puerta antes de parar y Laika –creyendo haber llegado ya- repentinamente se lanzó al suelo y rodó, y de qué manera. A la pobre lo vi que viraba enrollada tratando de reponerse sin conseguirlo.
Era fácil deducir que Laika en ese momento que duró segundos, perdió conciencia de sí, no sabía en qué lugar estaba su cabeza, sus patas y dónde su desparramado estómago; y, al fin, tomado ya forma su maltrecho cuerpo, absolutamente confundida y desesperada pretendió correr –en su estado de Aleph- al norte, al sur, al oeste y al este, a la vez, sin saber exactamente dónde estaban esos puntos y dónde nosotros; hasta que recobró conciencia al escuchar su nombre gritado por nosotros que en fila india corríamos hacia ella. Mostrándose feliz después de la tormenta, se repuso sin muestras de encono hacia nosotros por el descuido, al contrario nos llenó de lamidas cariñosas.
Un día llegué a casa en momento en la que no se encontraba sino sólo ella, Laika. Entrando a la cocina noté que en el piso alrededor de la refrigeradora había líquido discurrido de un color ligeramente amarillo. ¡Maldición, Laika se orinó! grité a mis conciencias. En segundo mi preocupación se convirtió en pánico, pues por asalto entró a mi mente la idea de que así, Laika se habituaría a orinar en casa sin que después pueda hacer algo para evitarlo. Y recordé el consejo que reza que a los animales para que no vuelvan a hacer lo que no deben, se les debe gritar y castigar con firmeza como escarmiento.
Cogí un pedazo de manguera que por ahí encontré, ¡Laika, ven aquí!, grité. Ella, intuyendo que nada bueno le esperaba titubeó, pero vino. Cogí su cabeza con mis dos manos sin signo de violencia y llevé su hocico hacia el charco y con aplomo de autoridad chillé ¡Aquí no se orina! y ¡zas!, le di un manguerazo, otro y otro, animado con la idea de que el buen oficio del latigazo daría resultados y Laika nunca más se orinaría en casa, por consiguiente bien valía la pena el mal necesario de mi proceder. La pobre en una actitud de quien no se explica de qué demonios estaba sucediéndole y por qué se merecía semejante paliza propinada por su amo, se limitaba a mirarme inerme, convencida que había yo enloquecido. Hasta que en ese momento de la faena entró mi esposa y alertada por tan extraño conjuro se explicó pronto lo que estaba sucediendo. -¡El agua desparramada no es orine de Laika sino proviene de la refrigeradora!, ¡AnimaI!, me espetó. ¡¿Cómo!?, grité más confundido aún. Y era que no habiendo energía eléctrica por alguna razón, al parecer por horas, había deshielo y el agua había discurrido. Laika no tenía nada que ver en el asunto. Y, ¡ahora qué!, la agresión injusta estaba perpetrada y lo que hice fue ir a su encuentro, pues ella, ya se había puesto a buen recaudo. La abracé, pedí disculpas una y otra vez y, más confundida todavía, Laika me miró y dio muestras de cariño como diciéndome: te perdono, te sigo amando igual. ¡No estaba resentida! Similar confusión con una persona humana, con mi esposa por ejemplo, habría sido suficiente para que ni siquiera me dirigiera una palabra por semanas, por meses; acaso, por siempre.
¡Laika a bañarse! Para ella era aterrador escuchar estas palabras. Temía a la ducha, al agua y buscaba inútilmente desaparecer. Pero una de mis hijas tenía formas de convencerla y lograba que entrara, aunque de mala gana, por propia voluntad a la ducha; y no era fácil bañarla por su tamaño. Mi hija, muy apegada a Laika, y con conocimientos de Veterinaria, le ofrecía atenciones especiales; le cortaba las uñas y las pintaba, le fabricaba sus atuendos, les ponía anteojos, llevaba al médico en caso necesario, tenían frecuentemente sesiones de fotografía, etcétera.
Corredora por instinto, una noche Laika corrió al encuentro de otra de mis hijas e intempestivamente cruzó la pista y ¡zaz! un auto la atropelló. Fue lanzada a varios metros, se repuso y caminó hacia la casa emanando sangre por algunos lugares de su cuerpo. Revisándola no había lesiones de gravedad sólo cortes en la piel en su cuerpo y en sus patas (huellas que quedaron hasta su muerte). Vino a casa un veterinario y lo primero que hizo fue aplicarle un somnífero y así dormida llevé al consultorio quedando “internada”. Pasado el efecto, una gran soledad y tristeza pudo haberle embargado por encontrarse no se sabe dónde, con quiénes ni para qué. Una vez curada y aún maltrecha, volvimos a casa. No cuento más anécdotas por razones de tiempo y espacio. Laika, descansa en paz, te echamos a menos, siempre te recordaremos.
Por: Nemesio Espinoza Herrera


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