Oratoria
Demóstenes (384-322 a. C.), el orador más grande de todos los tiempos,
no nació con tal virtud. Era achacoso, enclenque, ceceaba al hablar, poseía una
timidez casi patológica para hablar frente a la gente; pero determinó ser un
gran orador para completar su fama de guerrero y de estadista.
Practicó de mil formas y con muchos esfuerzos. Construía retóricas, se
encerraba en habitaciones para ensayar discursos, acostumbraba ir a las orillas
del mar para lanzar sus elocuentes peroratas de tal forma que silenciaba a las
olas y al bullicio de las aves y así agrandaba sus pulmones, frecuentaba a los
ríos para ver en el reflejo de sus tranquilas aguas los gestos de sus
alocuciones, chancaba piedras en pedacitos y con ellos hacía gárgaras para
timbrar y alzar su voz.
A propósito de la oratoria, el genial peruano Sofocleto (el recordado escritor de humor Luis
Felipe Angell de Lama 1926-2004), que en honor al gran Sófocles adoptó tal
exitoso apelativo, decía categóricamente que “la oratoria es el arte de no decir
nada; pero diciéndolo con mucho énfasis”.
Naturalmente que uno de los requisitos (secretos) elementales del buen
orador es perderle miedo a hablar en público; pero, “la mente es una cosa
maravillosa que comienza a funcionar desde el primer minuto en que nacemos y no
se detiene sino hasta que nos disponemos a hablar en público” (anónimo). Si te
nubla la memoria por miedo al público, adiós a tu discurso.
(Imagen: 3.bp.blogspot.com)
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